Después de los fallidos ensayos decimonónicos de conducirse en la política con un método que lo acerque a la ciencia, no hubo mayores intentos de avanzar en una línea similar. Y no es que minimice las conquistas que en ese sentido alcanzó la teoría económica de la globalización que veía justamente en la política misma las trabas del progreso civilizador y la sustituyó en vastos sectores, consecuentemente, por una doctrina que sin duda se presentaba como más científica que las ilusiones colectivistas que para muchos pueden representar un remanente histórico del antiguo imperio de las religiones en el mundo. Hay que decir, sin embargo, que la economía es una de esas disciplinas que, en lo que a rigor se refiere, lejos está de aquellas a que se debe el prestigio que la ciencia consiguió en la modernidad. Y su prestigio, o más bien el de quienes profesan en ella, bien puede provenir de otras fuentes. Existiendo además variedad de escuelas en la economía, bien que cada una puede recurrir a dicho prestigio para los más diversos fines.
De todas formas, independientemente del verticalismo o no que pueda haber en las filas de los economistas -en quienes vulgarmente se piensa como los mejores en cuanto a la administración de recursos tanto públicos como privados- y si en los últimos años cedieron algunos espacios a otros sectores; es notorio que entre los que atraen la afinidad de vastas porciones de la población en el campo estrictamente político, se disciernen algunos que, en oposición con el proceder cartesiano de procuran apartar todo terreno que pueda ser apto para la proliferación de la duda o la incertidumbre y avanzar por vias claras y distintas, parecen más bien cómodos en el ámbito de la desconfianza. Son los llamados progres. La más mínima posibilidad de duda es en ellos coyuntura apta para la proliferación de incertidumbre inconducente, sin que importe el emplazamiento ideológico de quien pueda capitalizar su recelo. O tal vez sí. Podrían designarse, por así decir, como cartesianos de la primera meditación.
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